miércoles, 3 de septiembre de 2014

PS. HECTOR URZUA CONFIANDO EN DIOS EN TIEMPOS DE AFLICCION


jueves, 28 de agosto de 2014

AMOR HASTA EL EXTREMO JUAN 13 1 - 20


EL CONFLICTO ENTRE ISRAEL Y PALESTINA: DESDE UNA PERSPECTIVA BIBLICA

Para tener una perspectiva bíblica del actual conflicto entre Israel y Palestina debemos considerar tres aspectos distintos de esta cuestión, pero que están profundamente relacionados entre sí: 1) el propósito de la existencia de Israel como nación; 2) la promesa de la tierra y su significado; y 3) la identidad de los verdaderos recipientes de la promesa dada por Dios en Su pacto con Abraham. El propósito de la existencia de Israel como nación Podemos ubicar el origen de la nación de Israel en el llamamiento de Abraham, en Gn. 12:1-3: “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. Dios llamó a Abraham a salir de su tierra y de su parentela, a una tierra en ese momento desconocida para él, y en ese llamamiento le promete, entre otras cosas, hacer de él una gran nación y por medio de él bendecir a todas las familias de la tierra. Así que desde el principio era obvio que la formación de Israel no era un fin en sí mismo. Esta nación habría de ser un instrumento clave en las manos de Dios para llevar a cabo Su plan de redención para todos los hombres sin distinción de raza. En Gn. 3:15 Dios prometió enviar a un Salvador, nacido de mujer (es decir a un ser humano), que habría de redimir al hombre del pecado y que habría de revertir los efectos de la caída. Es en cumplimiento de esa promesa que el Señor escoge a Abraham y entra en pacto con él prometiéndole a su vez la tierra de Canaán por heredad perpetua (comp. Gn. 15). Conforme a la promesa de Dios, Abraham tuvo un hijo con su esposa Sara, Isaac; años más tarde su nieto Jacob tiene que emigrar junto a su familia a Egipto, donde no solo se multiplican grandemente, tal como Dios había prometido, sino también donde son esclavizados por 400 años (también en cumplimiento de la Palabra de Dios en Gn. 15:13); hasta que son libertados por medio de Moisés e introducidos en la tierra prometida bajo el mando de Josué. Ahora bien, ¿por qué Dios prometió específicamente esa tierra y no otra? Porque la tierra de Canaán ocupaba un lugar estratégico en esa región, como una especie de puente estrecho que conectaba África, Europa y Asia. En Ez. 5:5 Dios dice de Jerusalén: “La puse en medio de las naciones y de las tierras alrededor de ellas”. Esa no fue una elección antojadiza. Israel era el paso obligado entre el norte y el sur; lo que permitiría a las naciones entrar en contacto con esta nación gobernada por Dios mismo y poder conocer así al Dios de Israel (comp. Ex. 19:5-6). Por cuanto toda la tierra es del Señor, Dios escoge a Israel, le revela Su voluntad y lo coloca en ese lugar para cumplir así Sus propósitos redentores para con toda la humanidad (comp. Deut. 4:5-8). De manera que la tierra de Israel era un lugar estratégico para el cumplimiento de los planes redentores de Dios para con todas las familias de la tierra, pero al mismo tiempo simbolizaba las bendiciones de Dios prometidas a Su pueblo en el contexto de Sus propósitos redentores. La promesa de la tierra y su significado En el antiguo pacto el Señor hizo uso de muchos tipos y figuras con el propósito de enseñar a Su pueblo algunas verdades espirituales. Esos tipos y figuras no eran un fin en sí mismos; es por esa razón que al hacerse realidad aquello que esas cosas prefiguraban, las figuras mismas perdieron su razón de ser. Por ejemplo, todo el sistema de sacrificios y rituales que los judíos practicaban en el AT, no eran más que figuras de la obra de redención que el Mesías habría de llevar a cabo con el sacrificio de Sí mismo. Es por eso que todos esos rituales y sacrificios fueron descontinuados cuando Cristo muere en la cruz. Pues de la misma manera, la tierra prometida en el antiguo pacto al pueblo de Israel prefiguraba bendiciones más amplias para el pueblo de Dios; miraba hacia una realidad más gloriosa que a una simple franja de tierra en Medio Oriente. Esa tierra simbolizaba el paraíso que perdieron nuestros padres en la caída y que Cristo vino a recobrar a través de Su obra de redención. Noten lo que dice el autor de la carta a los Hebreos acerca de Abraham, en He. 11:8-10: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. Abraham no veía la posesión de esa franja de tierra en Canaán como el objeto primario de la promesa divina, sino lo que esa tierra prefiguraba. No sabemos qué tanto pudo haber entendido Abraham con la luz que tenía, pero la promesa central del pacto que Dios hizo con él era una nueva tierra en la cual mora la justicia y de la cual la tierra de Canaán no era más que un tipo o figura (comp. Sal. 37:3, 8-9, 11, 22, 29, 34). En el NT vemos claramente las implicaciones de esta promesa de Dios. El Señor dice a Sus discípulos en las bienaventuranzas, en Mt. 5:5, que los mansos heredarán la tierra, en una clara referencia al Salmo 37. Y hablando acerca de la promesa que Dios le hizo a Abraham, Pablo dice en Rom. 4:13: “Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe”. No heredero de una franja de tierra en Medio Oriente, sino heredero DEL MUNDO. A través de la obra de Cristo, el paraíso perdido vendrá a ser el paraíso recobrado (comp. Rom. 8:19-21). ¿Son los descendientes físicos de Abraham los herederos primarios de esta promesa? Eso lo veremos, si el Señor lo permite, en nuestro próximo artículo.

HACIA UNA SOCIEDAD MORALMENTE CASTRADA

Hasta hace relativamente poco tiempo, a través de la historia de las naciones occidentales la ley y la moralidad que se deriva del cristianismo han caminado una al lado de la otra, con una relación indispensable, ya que las leyes públicas eran concebidas como la codificación de una cosmovisión moral. Y aún aquellos que no profesaban la fe cristiana funcionaban bajo la premisa de que existe un conjunto de normas morales establecidas por el Creador del universo, que trascienden las diferencias culturales y las preferencias personales. Es sobre la base de esa premisa que podemos evaluar las leyes promulgadas por un organismo legislativo, como justas o injustas. Usualmente no nos limitamos a manifestar nuestro agrado o desagrado en relación a ciertas leyes, sino que las etiquetamos sobre la base de ciertos valores morales absolutos sobre los cuales descansan nuestros derechos. Por ejemplo, si en nuestro país se promulgara una ley para expropiar todas las residencias de una manzana completa, para construir allí una nueva sede del partido de gobierno, seguramente sería calificada como una ley injusta, porque todos creemos que el derecho a la propiedad privada debe estar incluido en los criterios de justicia a los que toda ley debe ajustarse. En ese sentido, todos tendemos a aceptar a priori que la moral es absoluta, no relativa. Sin embargo, desde hace ya varias décadas esa premisa está siendo sistemáticamente atacada por una élite urbana, como le llama el sociólogo Peter Berger, que sin ser mayoritarias en número, “son las que controlan las instituciones que proveen las ‘definiciones’ oficiales de la realidad”, tales como la ley, la educación, los medios masivos de comunicación, la academia, la publicidad. Consecuentemente, las normas morales sobre las cuales se construyó el mundo civilizado se han ido esfumando poco a poco de la conciencia colectiva de nuestra sociedad occidental. A tal punto que cualquiera que se atreva a defender hoy día la existencia de valores morales absolutos se arriesga a ser considerado como un intolerante que no tiene derecho a ser escuchado en la palestra pública. Por supuesto, todos estamos de acuerdo en que la tolerancia es una virtud, siempre que la entendamos como la capacidad de aceptar que otros puedan tener puntos de vistas contrarios a los nuestros y no perseguirlos por ello. Voltaire dijo en cierta ocasión: “Yo puedo estar en desacuerdo con lo que has dicho, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En esta versión tradicional de tolerancia, primero tenemos que estar en desacuerdo para que tengamos la oportunidad de tolerarnos. Pero lamentablemente este concepto ha sufrido un cambio radical en los últimos años. Ser tolerante en el día de hoy significa aceptar que nadie tiene derecho a pasar juicio sobre las acciones de otros y muchos menos a expresar, aunque sea respetuosamente, que alguien está equivocado o que está actuando mal. Como resultado de todo esto hemos cosechado una profunda crisis de valores y de significado que está minando la fibra moral del hombre contemporáneo. La línea que separa el bien y el mal, y lo justo de lo injusto, se está haciendo cada vez más difusa; y las consecuencias están allí a la vista de todos. Aún aquellos que se afanan por defender el relativismo moral, se quejan muchas veces por la falta de conciencia ciudadana o por los males sociales que plagan nuestra sociedad. Como dice C. S. Lewis en La Abolición del Hombre: “Con una especie de simplismo atroz, extirpamos el órgano y exigimos la función… Nos reímos del honor y luego nos sorprende descubrir traidores en medio nuestro. Castramos y apostamos a que el caballo castrado sea fértil”. Cada vez es mayor el número de voces que aboga por una nación sustentada sobre la base de este relativismo moral, como el medio indispensable para el progreso de nuestra civilización y la preservación de las libertades individuales. Por lo tanto, ir en contra de esa agenda es promover un discurso de odio, oponerse al progreso y limitar la libertad del individuo. Pero lo cierto es que este relativismo moral está siendo levantado sobre algunos argumentos falaces que están siendo muy bien mercadeados por esta élite urbana de la que hablábamos hace un momento. Pero eso lo veremos en un próximo artículo, si el Señor lo permite.